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El escenario político ha experimentado una transformación dramática con la reelección de Donald Trump como presidente, en paralelo a la prohibición de TikTok en Estados Unidos. Estos sucesos no son simplemente casualidades: representan un patrón perturbador en la manera en que las redes sociales configuran la comunicación a nivel mundial. Las que nacieron como lugares de unión y democratización se han convertido en herramientas de dominio político y económico, desviándose de su promesa inicial.
En un giro tan irónico como inquietante, los gigantes tecnológicos de Amazon, Tesla, Meta, Google y Apple han dejado atrás los principios que hasta hace unos días defendían públicamente —igualdad, sostenibilidad, diversidad y responsabilidad social— para rendir pleitesía a Donald Trump durante su toma de posesión. Lo que antes eran valores innegociables ahora parecen haberse convertido en simples herramientas de mercadotecnia, desechadas ante la promesa de favores y privilegios políticos.
El acto de lealtad fue más que simbólico: los directivos de estas empresas no solo acudieron al evento, sino que reforzaron con declaraciones y gestos públicos su alineación con las nuevas directrices impuestas por el líder. En este contexto, resulta difícil no recordar las palabras de Groucho Marx: «Estos son mis principios, pero si no te gustan, tengo otros.»
Con este cambio, las promesas de construir un mundo más justo e inclusivo parecen haber sido sacrificadas en nombre de la conveniencia política. El futuro de la tecnología, que antes se presentaba como un vehículo de transformación social, ahora parece más dispuesto a convertirse en un instrumento de perpetuación del poder.
Las semanas recientes ofrecen un panorama detallado de esta transformación. Mark Zuckerberg, que en su momento se presentó ante el Senado para pedir disculpas por el rol de Facebook en la propagación de desinformación, ahora entrega a Meta la responsabilidad de difundir desinformación. Este giro no asombra: se trata de una estrategia calculada para obtener el apoyo de aquellos que poseen el poder, comprometiendo en el proceso los principios éticos y la responsabilidad social.
El rol de Elon Musk como aliado prominente de Trump ha transformado a X (antes Twitter) en un amplificador de relatos políticos particulares. Desde que obtuvo la plataforma, ha demostrado un intervencionismo político evidente. Un ejemplo de ello fue su decisión de restablecer la cuenta de Donald Trump, suspendida tras el asalto al Capitolio, bajo el argumento de la «libertad de expresión». Pero la libertad que Musk pregona parece ser selectiva, ya que se combina con decisiones como el despido masivo de equipos dedicados a la moderación de contenido y la implementación de algoritmos que amplifican voces afines a su visión ideológica. Estas acciones, lejos de fomentar un debate plural, consolidan el control de unos pocos sobre el discurso global.
Estas medidas, en lugar de promover un diálogo variado, fortalecen la dominación de la narrativa en manos de unos pocos.
En este contexto, resulta imprescindible rescatar las reflexiones de Shoshana Zuboff en su obra La era del capitalismo de vigilancia. Zuboff advierte cómo las plataformas tecnológicas han evolucionado para priorizar la extracción de datos sobre los usuarios con fines comerciales y políticos, consolidando un modelo que amenaza los cimientos de la democracia. Como señala en su libro: “El capitalismo de vigilancia no solo reclama nuestros datos como recursos gratuitos, sino que también se apropia de la experiencia humana para convertirla en un producto que puede predecir y modificar nuestro comportamiento”. Este modelo, que Zuboff describe como una forma de dominación sin precedentes, encaja perfectamente con el control que figuras como Zuckerberg o Musk ejercen sobre las plataformas que gestionan, moldeando la opinión pública y las narrativas dominantes para servir a sus propios intereses.
Por otro lado, iniciativas como la campaña Free Our Feeds, liderada por figuras como el fundador de Wikipedia, Jimmy Wales, y el actor Mark Ruffalo, intentan contrarrestar este panorama. Proponen la descentralización a través de tecnologías como el Protocolo AT, una esperanza en un entorno que cada día parece más dominado por un puñado de millonarios que deciden qué es visible y qué no lo es. Pero ¿será suficiente un movimiento de crowdfunding para devolverle a los usuarios el control sobre sus datos y sus voces? La respuesta, aunque incierta, debe implicar a todos: empresas, reguladores y usuarios.
La prohibición de TikTok en Estados Unidos tampoco puede analizarse de forma aislada. Se presenta como una medida de seguridad nacional, pero en el fondo es una jugada política que encierra múltiples niveles de censura. En lugar de resolver los problemas reales que enfrentan las redes —como la falta de transparencia, la manipulación algorítmica o la explotación de datos personales—, se opta por cerrar espacios que escapan al control político local.
Lo más preocupante de esta evolución es cómo refleja un patrón que se está replicando en todo el mundo. Las redes sociales han pasado de ser herramientas de expresión libre a convertirse en armas estratégicas para quienes buscan perpetuar su poder. Y en el proceso, quienes pierden son los ciudadanos, las comunidades y la democracia misma.
Debemos demandar una administración ética y clara de estas plataformas. La tecnología no es imparcial: su efecto social está totalmente determinado por quién la maneja. Si continuamos permitiendo que algunos privilegiados tomen decisiones a puerta cerrada, corremos el peligro de perder el derecho a la información y la misma democracia.
Conforme estas plataformas configuran progresivamente el discurso público, debemos plantearnos: ¿Vamos a aceptar un futuro en el que un grupo de multimillonarios establezca las fronteras de la conversación social? La solución a esta interrogante definirá el porvenir de la libertad de expresión.