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El espectáculo comenzó el pasado 19 de septiembre cuando el volcán Cumbre Vieja estalló tras semanas de movimientos sísmicos que anunciaban la erupción. Y digo espectáculo porque todo se empaqueta y se monta para el consumo de masas, independientemente de sus consecuencias y del drama, que se transforma en un elemento más de la narrativa artificial generada a su alrededor.
Desde ese momento conexión 24 horas, drones, simulaciones infográficas, presentadores de alta alcurnia y la incesante amplificación a través de redes sociales y servicios de comunicación. Toda la maquinaria funcionando, perfectamente engrasada, para informar en el mejor de los casos, normalmente para mantenernos abducidos entre anuncio y anuncio.
Y es que los medios tradicionales han aprendido la lección de las grandes corporaciones de Internet y ya manejan a la perfección su principio fundamental: mantenernos atentos, conectados, cuanto más tiempo mejor. Las programaciones lineales se rompen y se transforman en lo que deseamos en cada momento, cuando dejan de interesar desaparecen, con la misma inmediatez con la que se hicieron omnipresentes.
Guy Debord lo expresó a la perfección en La sociedad del espectáculo:
«En la era digital, la inmediatez se acerca cada vez más a lo simultáneo.
Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación.“
Como en la cueva de Platón, sólo vemos una ilusión, una proyección distorsionada e interesada de la realidad. Una hiper-visualización estilizada de La Palma y sus habitantes. Paradójicamente cuanto más tecnificadas y de mayor resolución son las imágenes, más nos alejan de la verdad.
Cuando convertimos la tragedia en un pasatiempo, nos inmunizamos, solo disfrutamos del show y esto es conveniente para el sistema postcapitalista. La profundidad, lo complejo, la reflexión… no interesan, nos distraen del objetivo. Todo debe ser rápido, impactante, escaneado en segundos, como una storie de Instagram. Ni el fondo ni el contenido importa, solo captar nuestra atención.
Una publicidad reciente de Amnistía Internacional refleja de forma brillante esta idea, bajo el claim «You Can Switch it Off. They Can’t». Nos muestra composiciones fotográficas de personas inmersas en situaciones de guerra, cuyas ventanas se asemejan a televisores pero en su caso muestran su realidad, esa que nosotros convertimos en una ficción digerible, obviando las vidas que hay detrás, como si de otra serie de Netflix se tratara.
En este proceso de deshumanización y liquidación de las fronteras entre la realidad y la ficción: nosotros mismos nos convertimos en espectadores, actores y productores de contenido. Nuestra vida y nuestros deseos son el bien más preciado de quiénes negocian con ellos, en un proceso de automatización que ya va camino de esa siguiente fase que Shoshana Zuboff desvela en La era del capitalismo de vigilancia:
«Ya no basta con automatizar los flujos de información sobre nosotros; el objetivo ahora es automatizarnos».
Creo que mantenerse alejado de la infoxicación constante, con distancia y regulando nuestra propia exposición a los medios y redes, es la única forma de preservar un ápice de nuestra intimidad y salud mental. Mantener el sentido crítico, el tiempo para reflexionar y la capacidad de sentir las cosas de una forma auténtica.